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Esta columna fue parte de la fiambrerita del 8 de octubre de 2023.

Los otros días le llevé un melón recién cosechado a mami y le encantó. Esa fruta rojiza, sabrosa y refrescante tiene una parte medio sosa. Lo blancuzco cerca de la cáscara. Que a veces es más difícil de comer. Casi siempre se le mete el diente hasta rayar con esa parte. En otras ocasiones, picamos, raspamos lo colorido, para que lo pálido vaya al zafacón. Aprendí de una amiga que eso blanco puede ser utilizado para hacer un chutney o un encurtido. Los residuos de alimentos, en su mayoría, se pueden transformar de diversas maneras para reducir el desperdicio, incluyendo el compostarse. La adquisición de conocimientos culinarios es uno de varios elementos para lograr la reducción de alimentos que van al zafacón. Y eso se puede complementar con desarrollar una curiosidad por conocer distintos sabores y texturas. La escuela es un buen lugar para catalizar eso, a través de cursos de cocina, educación agrícola y ciencias de la familia y el hogar— se le decía “economía doméstica” en mis tiempos.
Claro, cuando se cocina, no siempre se hace algo con esos residuos. Yo peco a veces de tirarlos al zafacón. Ya sea falta de tiempo o energía, ganas o interés, no siempre se puede dar la milla extra en la cocina. Los hogares en Estados Unidos, en promedio, generan una libra al día de residuos alimentarios al día. Y aquellos que consumen más vegetales y frutas, desperdician más. La lechuga fea que pudo ser sofreída, el guineo triste que pudo hornearse en un bizcocho, la cáscara de huevo que pudiera convertirse en materia para enmendar un suelo, en muchas ocasiones terminan en el vertedero. Eso tiene un impacto enorme en el ambiente y en los cambios climáticos. ¿Cuánto sería ese número de residuos en Puerto Rico? ¿Cuánto es mi aportación? Una publicación reciente indagó sobre eso y encontraron que un 34% de los desperdicios que llegan a nuestros vertederos son orgánicos, pero ese número debe actualizarse porque es viejísimo. También reseñaron iniciativas que han ayudado a evitar que esos remanentes de alimentos lleguen a los vertederos, como la composta que genera la organización Tais. Pero no todo el mundo puede o tiene el acceso para compostar y muchas veces no se tiene el tiempo o los medios para cocinar.
Sin embargo, conocer distintas técnicas culinarias y recetas me ha ayudado a reducir la cantidad de alimentos y desperdicios orgánicos que van a mi zafacón. Yo no aprendí a cocinar en la escuela. Tuve la dicha de que en casa, Güela nos invitaba a la cocina, más a mí siempre me ha encantado todo eso que tiene que ver con la agricultura y la comida. Lo que me ha impulsado a adquirir conocimientos en el camino. Pero no todas las personas se crían en entornos como ese, que propicien una curiosidad y cariño por cocinar. Un salón de clases pudiera ser ese entorno. ¿Cuántas escuelas tienen como requisito tomar clases de cocina o economía doméstica? No encontré la estadística, pero sí encontré que solo 13% de nuestras escuelas tienen programas de educación agrícola. Eso nos da un “La” de cuántas pudieran tener estudiantes cocinando.
Hace poco el Departamento de Agricultura y el de Educación llevaron a cabo una serie de actividades para que estudiantes de grados elementares e intermedios de nueve escuelas cocinaran con estudiantes de escuelas superiores técnicas. Incluso, un nuevo programa de WIPR ha provisto para que estudiantes compitan en la creación de platos. Eso es parte de unas iniciativas recientes para propiciar el consumo de productos locales. ¿Qué sería de nuestro sistema agroalimentario si desde grados elementares se nos requiriera aprender a cultivar, a pescar y a cocinar nuestros productos? ¿Cuánta comida pudiera salvarse del zafacón si tuviésemos conocimientos culinarios para transformar hasta la ruedita sosa del melón? Aquí sobran las noticias de que no cocinamos lo de aquí y de que muchos productos se pierden. Claro, son muchos los elementos sociales, económicos y políticos que inciden en que se pierdan alimentos de aquí y de allá—un tercio de los alimentos del planeta no llegan a la mesa. Aunque se requiere mucho para generar esos cambios estructurales, algo que puede requerir poco es proveer oportunidades para que tengamos más experiencias en la cocina, en la finca y el mar. Tenemos los recursos para que ese diminuto 13% aumente y para que más estudiantes puedan aprender y gozar en la cocina. No solo los chiquitos, sino que adultos también.
Esta columna es parte de La Fiambrera, un proyecto que enlaza mis amores por la investigación en sistemas agroalimentarios, la comida y cocina, al igual que la narrativa. Recibe una fiambrerita todos los domingos. ¿No recibes una fiambrerita semanal? Suscríbete aquí. Puedes acceder el archivo de las pasadas fiambreras aquí y acá puedes ver todas las pasadas columnas.
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