Este es el ensayo semanal de mi newsletter, La fiambrera. Suscríbete aquí.
Esta publicación fue parte de la fiambrerita del 19 de enero de 2025.
Estuve casi dos semanas en el oriente de Cuba en el 2018. Fui como parte de un proyecto educativo y de investigación en agroecología. Esta es la segunda de una serie sobre los apuntes que tomé en la libreta que llevé a ese viaje a Baracoa.

El conductor regresó una media hora después de haber llevado al cacaotero al hospital. “No llegó vivo”, nos dijo, mientras nos llevaba a la playa. El rojo de la sabana que lo envolvía nos lo había dejado saber desde antes. Me fui de allí con aquella imagen, con ese retrato tomado con unos ojos pesados.
Seguía pensando en aquella escena, aun flotando. Me detuve cuando escuché mi nombre. En esa playa estaba el negocio del amigo de mi colega. Nos sirvió una cachánchara de parcha cuando entramos—dicen que eso dio paso al mojito cubano. José—llamémosle al chef-instructor de salsa—me dijo que yo tenía cara de no estar presente allí. Le conté lo que nos pasó. Entonces, me llevó a la cocina.
¿Qué mejor que cocinar y comer para lograr traerse al presente? Para meditar no se necesita estar en silencio con los ojos cerrados. Basta con darle atención al ahora. Seguí sus instrucciones. Hice el sofrito. Saltee vegetales y especias. Eché la leche de coco. Hicimos la salsa y la vertimos sobre el pescado cocido a la brasa. Lo acompañamos con arroz congrí y tostones. “Este pescao con potaje, estaría mejor”—comentó. Fue mi primera vez escuchando la palabra “potaje”. Y rápido lo puse en la lista de cosas que tenía que probar antes de irme de Baracoa.

En el desayuno, mi colega me dijo que el potaje es algo que hay que probar sí o sí en Baracoa. Prometió que lo haríamos. Le creí. Pues unos días antes me logró conseguir pan de maíz hecho con leche de coco, el cual se “hornea” al fogón, envuelto en hoja de plátano. Delicioso. Tenía yo un pedazo que había guardado para el desayuno; para comérmelo con el cafecito, tú sabes. Hablamos de lo complicado que fue hacerlo, de lo difícil que fue conseguir los ingredientes. En ese tiempo no conocía sobre las políticas de lo adecuado, pero hoy sí gracias al trabajo de Hanna Garth, en donde se documenta la “supervivencia precaria”, “la lucha”, en Cuba. La gente sabe qué es una comida adecuada; lo saben y lo sienten. Y conseguir ingredientes para confeccionar platos para nutrirse, satisfacerse y alimentarse no es fácil.
La dueña del paladar nos trajo revoltillo, pan criollo, queso, jamón y una papaya enorme—fruta bomba le dicen. Abundaban en Baracoa, al igual que otras tantas frutas y verduras. Y mucho coco, claro. El paisaje agroalimentario de allí era bien distinto a La Habana. Las filas para usar la libreta de comida eran diferentes. Mi colega habanero me decía que acceder alimentos en esa parte de Cuba era más sencillo que en La Habana. Y eso me lo repitió cuando, durante el almuerzo, pedía algo del menú y lo tenían disponible. Pero en muchas otras ocasiones no pasaba eso.
“Uno se come lo que hay”, me dijo, recordándome a mi abuela. “Por lo menos siempre hay algo”. Yo le sonreía o asentía. ¿Quién soy yo para opinar sobre el sistema agroalimentario cubano o para decirle cómo debería ser? En mi libretita, esa noche escribí: “Espero que el futuro le brinde a los cubanos la posibilidad de cambiar su sistema como ya lo hicieron”. Y si bien es cierto que el bloqueo estadounidense exacerba y abona al sufrimiento del pueblo cubano, su gobierno paternalista y antidemocrático no se queda atrás. Pero esto lo opino hoy, en el 2025, escribiendo esta pieza, en Puerto Rico, donde, entre la precariedad, abundan opciones para muchas personas. Y también pienso en el calalú que me comí ese día con una colega.

Luego de almorzar nos fuimos a un barrio costero para participar de un taller sobre estrategias para mitigar la erosión costera. Mucho podemos aprender de Cuba sobre cómo manejar nuestros recursos naturales y el sistema agroalimentario en general. Caminamos por el malecón y seguimos una carretera que iba paralela a la playa para llegar al lugar. El sitio—y Baracoa en algo—me recordaba a Santa Isabel, a Salinas, a Guayama y a Arroyo. Mucho de Cuba me recordaba de Puerto Rico. Incluso los abrazos, los miamores y los mividas. Cosa que me hacía feliz, pues carecía de eso en Vermont. Al terminar el taller, el colega me llevó a un sitio donde hacen potajes. Todos en la mesa sentían emoción porque yo iba a probar eso. Era una emoción similar a la que yo siento cuando amistades de afuera vienen a Puerto Rico y yo les invito a comer domplines rellenos de pernil en Juana Díaz.

Me quedé mirando el plato unos segunditos. Sonreí. “Esto son habichuelas guisadas”, les dije. “¿Ustedes tienen eso allá?” “Sí, esto es de todos los días, arroz con habichuelas, como la canción de El Gran Combo”, les comenté entre risas, preguntas y emoción por este plato en común. “No les decimos frijoles”, dije.
Hoy sé que potaje es eso, un guiso. De hecho, el Cocinero Puertorriqueño, publicado en 1859, tiene una sección de potajes. ¿Desde cuándo dejamos de usar esa palabra? Y si se usa en Puerto Rico, ¿dónde? Estaba delicioso el potaje baracoeso. Otro colega, al rato, me dice: “hermanito, yo toda la vida pensaba que la canción Arroz con Habichuelas se refería a la verde larga que viste en la finca”—habichuelas tiernas en puertorriqueño— Nos reímos y le dije que podíamos hacer una versión que cantara arroz con potaje y vianda es lo que hay.
Esta es la Parte II de mis Apuntes desde Baracoa, Cuba. Lee la Parte I aquí y la Parte III acá
Nota: DeBÍ TiRAR(le) FOToS al POTAJE
Esta publicación es parte de La Fiambrera, un proyecto que enlaza mis amores por la investigación en sistemas agroalimentarios, la comida y cocina, al igual que la narrativa. Recibe una fiambrerita todos los domingos. ¿No recibes una fiambrerita semanal? Suscríbete aquí. Puedes acceder el archivo de las pasadas fiambreras aquí y acá puedes ver todas las pasadas columnas.
Deja un comentario